THE CURE DIO UN SHOW INOLVIDABLE FRENTE A 45 MIL PERSONAS.
La banda que encabeza Robert Smith y cuenta con el invalorable aporte de Simon Gallup dio en el Monumental una demostración de su poderío a la hora de los hits, pero también de su valentía para desafiar al público con pasajes de alta experimentación.
Foto: Rita Jimenez
Por Eduardo Fabregat
Es palabra clave y es lugar común, pero hay que apelar a ella: revancha. Revancha era lo que esperaba desde hace años el público argentino, el que estuvo y el que no estuvo en Ferro Carril Oeste; revancha por la esperanza nunca satisfecha mientras The Cure sacaba discos pero no venía, pasaba por Brasil pero no venía, ponía en escena shows que compilan toda su historia pero no venía; revancha por haber recibido más de una vez propuestas artísticas que vampirizaron –por utilizar un término elegante– a la banda de Sussex sin estar nunca a la altura. Revancha por años de bretos negros, raros peinados nuevos y rimmel unisex; revancha porque ese grupo que en realidad se llama Robert Smith es el soundtrack de millones de almas y la contraseña de un pop inglés ineludible, irrepetible e inconfundible.
Y hay revancha.
En la medianoche del viernes, cuando La Cura abre las compuertas del paraíso pop y empieza a encadenar los eslabones de un demoledor greatest hits en vivo, River se viene abajo. Porque la revancha es recompensa, porque hubo algunos que no resistieron el desafío que propuso la banda y se fueron antes, y así se perdieron un postre exquisito. De “The lovecats” a “Killing an arab”, The Cure sube a 45 mil personas al De Lorean y ya no importa el frío ni las peladas donde se paga el precio de las pelambres de jabón Federal, ni los pasajes de cuelgue ni esos momentos en los que hubo ganas de ir a pegarle al sonidista a ver si se despertaba y movía alguna perilla. Smith canta de nuevo eso de que “So I try to laugh about it / Hiding the tears in my eyes”, y todas las piezas encajan en su lugar, mientras el hombre niño de los labios pintados le recuerda al mundo que “Boys don’t cry” podrá ser utilizada por el Disney Channel, pero jamás perderá su sentido de angustiado himno generacional.
Revancha no. Banquete.
El concierto de regreso de The Cure a la Argentina dejó varias facetas para analizar. Es lo que corresponde a semejante banda, que podría hacer la jugada más obvia pero prefiere apostar al riesgo. Para un grupo que grabó discos enormemente exitosos a lo largo de tres décadas, y cuando bajó el tempo de actividad (tras el impecable Wild mood swings de 1996) igual se las arregló para realizar obras tan apreciables como Bloodflowers, nada sería más sencillo que armar una lista ganadora de principio a fin. Podrían salir a conquistar el planeta a fuerza de estribillos impresos en la memoria de las masas, y no habría lugar a protestas. Pero Smith no es hombre muy dado a la demagogia o los gestos fáciles. Y así, los conciertos de su LatAm2013 Tour implican un desafío, una exigencia. Un modo de renovar el compromiso de sus fans: si no hay disco nuevo que mostrar desde 2008, la propuesta es ganarse el derecho a los hits involucrándose en los terrenos de experimentación que la banda siempre tuvo, alejados de las grandes luces.
Quedó claro en el largo round de preparación que The Cure orquestó desde la apertura de “Plainsong”, de ese canto del cisne de los ’80 que fue Disintegration. Entre perlas como “Lullaby” y “Lovesong”, perfectos ejemplos del delicado entretejido instrumental que oficia de paño para la personalísima voz de Smith –ya se hablará en detalle de eso–, la banda alentó el entusiasmo popular con el demoledor combo de “In between days” y “Just like heaven”. Pero el pulso de esa hora inicial fue de precalentamiento, de aceitar el motor, de ganar clima... y de darle varias oportunidades al ingeniero de sonido para que trabajara en corregir el desesperante empaste general de ese primer segmento. Con “Sleep when I’m dead” (de ese disco de 2008, el no muy convincente 4:13 Dream) el audio pareció encarrilarse, justo a tiempo para la bisagra del concierto, allí donde en el campo y en las tribunas se multiplicaron las miradas significativas, con el claro sentido de “agarrate, que acá de verdad empezó el show”.
Grabada hace una eternidad, en el segundo disco de The Cure (Seventeen seconds), “A forest” es una de esas canciones que funcionan como emblema, carta de presentación de a qué se refiere uno cuando habla de esa cosa difusa etiquetada como dark. Treinta y tres años después, es el vehículo para una versión que despeja cualquier duda, que barre de un saque todos los problemas de sonido y descorre el telón para descubrir a una banda que suena como nueva. La legendaria línea de bajo de Simon Gallup (¿cuántos se entrenaron en las cuatro cuerdas con “A forest” y “Boys
don’t cry”?) es la base para un bosque lleno de sombras, luces y matices, un ejercicio de actualización sonora que explica por qué, tantos años y tanta agua bajo el puente después, The Cure está aquí y exige atención y provoca asombro. Una vez que se ordena el sonido, además, queda claro de quién es esta banda. De Robert Smith, claro, pero también de ese bajista que alguna vez abandonó el barco (y para el cantante y guitarrista fue todo un golpe) y que volvió porque en The Cure tiene su mejor socio y el campo ideal para lucir su estilo seco y contundente. En una banda donde lo capilar merece siempre un apunte, Gallup parece venido directamente de The Clash, por su corte de pelo y su bajo cortante y presente, protagonista de una mezcla en la que hasta Reeves Gabrels, tremendo guitarrista de sólidos recursos, queda relegado a un segundo plano sonoro.
En el centro de la escena Smith es un imán, y todos los chistes que circulan por Núñez, con referencias a la empleada de Gasalla y Marikena Monti, se evaporan cuando el susodicho abre la boca y empieza a cantar. No, no es playback (para eso están Madonna y Roger Waters): al comienzo, y en el medio y al final de la noche, el tipo que cumplirá 54 el próximo domingo canta exactamente igual a cuando tenía 20 y cuando tenía 30 y cuando tenía 40. En los agudos y en los susurros de ultratumba, en los suspiros, los gritos, los estertores y los arranques gozosos, pero sobre todo en la potencia expresiva de un tipo que comunica lo que siente aun a quienes no entienden ni jota de inglés. El líder de La Cura ha hecho un pacto a la Dorian Gray, pero lo que envejece en algún desván no es su aspecto sino una cinta con su voz. De este lado del universo, lo que sale de su garganta asombra y conmueve a todo un estadio.
Y entonces, cuando “A forest”, “Charlotte sometimes” y “The walk” (lo más cercano a un carnaval carioca que puede encontrarse en The Cure) integran un bloque de vuelta olímpica para los tempranos ochenta, y “Mint car” y “Friday I’m in love” hacen estallar al estadio y recuerdan que los noventa también fueron años de alta inspiración, Smith y sus muchachos le quitan a la multitud los caramelos de las manos. The Cure es lo que es porque tuvo una sintonía finísima para el himno pop, pero también porque se distinguió lanzándose a profundidades que otros nunca se animaron a rastrear. Por las mismas razones, lanzó al césped y el cemento del Monumental el desafío de internarse en los laberintos de “Want” (soberbia apertura de Wild Mood Swings), y de “Trust”, de “Prayers for the rain”, de las múltiples capas de “Fascination street”, de “One hundred years” y “Bananafishbones”, la potencia desatada de “Wrong number” y la desquiciada y desquiciante “Disintegration”, que cierra la lista principal. Y cuando todos esperan la catarata de hits, el quinteto vuelve para seguir desafiando con “The Kiss”, “If only we could sleep tonight” y “Fight”, tres momentos de hondo dramatismo del mismo Kiss me, kiss me, kiss me.
Y mientras la platea ultravip ya está prácticamente vacía pero del campo no se mueve nadie, la banda vuelve y estira el suspenso un poco más con “Dressing up” (otro oscuro momento, esta vez de The Top, de 1984) para, entonces sí, desatar la fiesta. El single de los gatitos abre paso al feliz recordatorio de por qué este grupo ha vendido millones y millones de discos en todo el mundo: “The caterpillar”, “Close to me”, “Hot!!!”, una incendiaria “Let’s go to bed”, “Why can’t I be you?” (¿Cómo puede Smith seguir cantando así, a esta altura de la noche?), “Boys
don’t cry”, “10:15 Saturday night” y “Killing an arab” –el par de singles que lo inició todo en 1979– son el kilo de cerezas que se pierden los que ya no pudieron tolerar el frío que muerde, o se espantaron con los pasajes de puro clima y no quisieron esperar al Grandes Exitos y ya están clavándose una pizza o relajándose en casa. “Gracias, nos volveremos a ver”, se despide el príncipe oscuro con naturalidad, y a nadie se le ocurre qué canción podría reclamar que no se haya tocado en este aquelarre curador.
Al fin, después de casi tres décadas, volvió The Cure. Y entre el árbol de sus éxitos y el generoso bosque de sus ideas sonoras, le dio forma a una revancha inolvidable.